Terminó
como una película de Hollywood: demócratas y republicanos, unidos por fervor
patriótico, se dieron la mano a último momento para salvar al país de caer en
el temido “abismo fiscal”.
Ambos partidos festejaron. Gracias al acuerdo
logrado en el Congreso, no se entró en una nueva recesión que hubiera golpeado
no sólo a Estados Unidos, sino al mundo entero. Si se caía en el mentado abismo
-un cóctel de incrementos impositivos y recortes presupuestales-, el PBI
estadounidense acumularía una caída de tres puntos que inevitablemente
sacudiría a sus principales socios, como sucedió con la crisis financiera del
2008, según cifras del FMI.
Pero todos saben que el acuerdo alcanzado
es, en realidad, un parche que no hace más que dilatar la crisis, tanto la
económica como la que están viviendo los mismos partidos.
Si bien Barack Obama logró que sólo se
incrementaran los impuestos a los sectores de mayores recursos -los que ganan
más de 400.000 dólares anuales, el 2% de la población-, los temidos recortes de
gastos sociales por más de 50.000 millones de dólares sólo fueron postergados y
entrarán en vigor en dos meses.
En dos meses se estima también que el
gobierno alcanzará el límite de endeudamiento y necesitará la autorización del
Congreso para evitar de nuevo una cesación de pagos, oportunidad que sin duda
aprovecharán los republicanos para pedir mayores recortes con el objetivo de
reducir el Estado a su mínima expresión.
En otras palabras, en menos de sesenta días
republicanos y demócratas volverán a sentarse a la mesa de negociación con
vencimientos entre las manos tan candentes como el “abismo fiscal”. Y los
republicanos fueron los que quedaron en peor posición para esta nueva pulseada.
En principio, los recortes al seguro de
desempleo que benefician a casi 2,5 millones de desocupados y a la asistencia
sanitaria, que son los que más les entusiasman, entrarán en vigencia en marzo
como parte de un paquete que incluye una reducción de otros 55.000 millones de
dólares para el Pentágono, algo inaceptable para la ultraderecha republicana. Sumado
a ello, cualquier propuesta que hagan deberá pasar primero por el tamiz
interno, donde disputan el poder el sector más ultraderechista que busca
liquidar el “estado de bienestar” y el “establishment” que quiere recuperar el
centro del electorado.
Una muestra de ello fue la reciente votación
para sortear el “abismo fiscal” en la Cámara de Representantes. Mientras Eric Cantor,
líder de la mayoría republicana y de los neoliberales a ultranza, encabezaba el
voto en contra, el presidente del mismo recinto, John Boehner, encauzaba el
voto republicano a favor de los demócratas con el resultado conocido: 141 de
los 236 representantes opositores respaldaron la iniciativa oficialista.
En suma, pese a que la presencia del Tea
Party se redujo en la bancada republicana tras las recientes elecciones y la
asunción el pasado jueves de los nuevos legisladores, los sectores más derechistas
aún tienen un gran peso y se muestran dispuestos a librar una lucha abierta que
puede dar muchos dolores de cabeza a los conservadores moderados.
En el bando “ganador” se perfila una
situación semejante. Obama puede vanagloriarse de ser el primer presidente en
dos décadas que les sube los impuestos a los ricos en aras de favorecer a los
pobres, de haber impedido una nueva recesión y de imponer -al menos por el
momento- una política que apunta a fortalecer la inversión pública y la demanda
para impulsar el crecimiento.
Pero las concesiones que tuvo que hacer no
dejaron precisamente sonrisas en su partido, donde se lo acusa de olvidarse de
principios básicos en aras de lograr un entendimiento. “Creo que el presidente
podría haber hecho algo mucho mejor que esto (...). Después de todo, la opinión
pública está abrumadoramente a su favor. Los republicanos habrían sido
responsabilizados si no se lograba ningún acuerdo”, declaró Robert Reich,
secretario del Trabajo con Bill Clinton y analista político.
Además
de los problemas internos de los dos partidos y el de la deuda, que insume el
90% del PBI con 16,39 billones de dólares, el presidente sabe que enfrenta otro
serio cuello de botella. Simplemente, las cuentas no cierran. Por ejemplo, el
incremento impositivo a los más ricos le dará al Estado más de 600.000 millones
dólares en diez años. La cantidad es grande, pero irrisoria si se tiene en
cuenta que en el mismo período el déficit crecerá 4 billones de dólares. En
otras palabras, aumentar los impuestos a los ricos y a las grandes empresas no
es suficiente para atacar un déficit de un billón de dólares anuales y los
desequilibrios que padece la economía estadounidense.
Miembros de ambos partidos reconocen que se
requiere un “plan integral”, en el que se combinen impuestos y ajustes
presupuestarios. Obama mismo anunció que van a tener que “encontrar medios”
para reformar la asistencia social y eliminar “gastos públicos innecesarios”,
entre los que incluiría las fuertes partidas extra para sostener las dos
últimas guerras. Sin embargo, hasta los más optimistas temen que con un partido
dividido y polarizado, como el Republicano, y otro como el Demócrata,
dubitativo y concesivo pese al respaldo electoral que acaba de recibir, es más
factible que la primera potencia siga viviendo de los parches y no logre
consensuar una política a largo plazo para superar la crisis y cimentar el
crecimiento.
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