Finalmente,
Barack Obama ganó y el mundo respiró aliviado. Las urnas derrotaron la idea
mesiánica que tanto excita a los republicanos de que Estados Unidos es el
ejecutor del derecho divino y el
tramposo concepto neoliberal de que favoreciendo a los más ricos se termina
ayudando a los más pobres. Pero el que crea que los estadounidenses iniciaron
un inexorable camino al socialismo, como lo afirman los millones de
ultraderechistas que votaron a Mitt Romney, está tan equivocado como los
izquierdistas que aseguran que unos y otros son la misma cosa y no importa en
definitiva quien duerma en la Casa Blanca.
En el mundo
externo, en lugar del unilateralismo del multimillonario Romney, quien promovía
por ejemplo una intervención inmediata en Irán para conjurar su desarrollo
nuclear, estará vigente la multilateralidad, que hace del consenso, la
diplomacia y las presiones el principal instrumento de la política exterior. Es
decir, el objetivo es el mismo: castrar la capacidad militar iraní en defensa
de Israel. Pero la orden de un ataque militar es la última opción y no la
primera, una diferencia que saben apreciar hasta los más tenaces detractores de
Estados Unidos, como el presidente venezolano, Hugo Chávez.
En el plano
interno, las diferencias también son grandes. Obama obtuvo un gran triunfo si
se tiene en cuenta que, luego de Bill Clinton, es el segundo presidente
demócrata que logra un segundo mandato desde la Segunda Guerra Mundial y el
primero que gana una reelección desde 1930 con el 7,9% de la población
desempleada, lo que suma 23 millones de personas. Su fuerza electoral le
alcanzó además para sentar en el parlamento a Elizabeth Warren, una dura
defensora de las regulaciones contra los excesos de Wall Street y el sector
bancario, y a Tammy Baldwin, una lesbiana declarada que defiende a capa y
espada los derechos de la comunidad gay, además de recuperar la banca que
históricamente había pertenecido a los Kennedy y dejar en la calle a los dos
candidatos republicanos que se oponían al aborto alegando que había
“violaciones legítimas” y que no se podía atentar contra su fruto porque era un
deseo de Dios.
Sin embargo,
aunque el primer presidente negro de Estados Unidos ganó el 50% de los votos y
retuvo la mayoría en el Senado, nuevamente quedó en minoría en la Cámara de
Representantes, una posición bastante incómoda para un mandatario que tiene
ante sí enormes retos y un verdadero catálogo de promesas incumplidas o a medio
cumplir. El desafío más importante es, sin duda, superar la crisis de la
economía, que si bien presenta algunos signos de recuperación también exhibe un
déficit público de un billón de dólares anuales y una deuda que ronda en unos
16 billones. Pero su propuesta de hacer del Estado el motor de la reactivación
y de elevar los impuestos a los que más tienen -y que son los que menos pagan-,
es rechazada de plano por los republicanos, quienes sostienen que los recortes
a mansalva de los presupuestos y programas sociales son la clave de la
reactivación. Lo mismo sucede con otros grandes temas que Obama tiene
pendientes, como instaurar su reforma sanitaria, poner en marcha una reforma
migratoria que beneficiaría a su gran electorado latino -la primera minoría del
país, con 52 millones de habitantes-,
retirar las tropas de Afganistán para el 2014 o cerrar el campo de
concentración instalado en la base de Guantánamo.
En otras
palabras, los mismos problemas que Obama enfrentó en su primer mandato lo
esperan cuando inicie en enero su segundo período en la Oficina Oval. Para
llevar a cabo cada una de sus iniciativas deberá contar con un apoyo
legislativo que no tiene y que nadie sabe si podrá conquistar en los comicios
de mitad de término (2014). Al igual que en su primer mandato, tendrá entonces
que sentarse a negociar ante una cámara baja hostil, controlada por el partido
que perdió las elecciones pero que tiene el respaldo del 48% del electorado.
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