Barack Obama, contra las cuerdas tras perder su primer debate frente a un candidato republicano acusado de evadir impuestos, tendrá este martes la oportunidad de recuperar su liderazgo para evitar la humillación de ser desalojado de la Casa Blanca al finalizar su primer mandato.
El presidente llega al segundo
debate con Mitt Romney, que se celebrará en la Universidad de Hofstra, estado
de Nueva York, con una caída en las encuestas que lo colocaron, en la mayoría
de los casos, por debajo del abanderado de la ultra derecha estadounidense.
A 22 días de las elecciones
previstas para el 6 de noviembre, sus asesores saben que ganar este debate, de
los tres previstos, es clave y para ello están llevando a cabo una minuciosa
tarea para modificar la actitud de apatía y la carencia de contundencia que
mostró Obama ante los 70 millones de ciudadanos que vieron el primer duelo
verbal. Instalados en el complejo turístico de Williamsburg (Virginia), el
presidente se propone asumir una posición opuesta: exponer a Romney cuando dice
mentiras o verdades a medias, como sucedió en el primer debate, subrayar sus
errores y contradicciones, y exigirle que exponga planes concretos, matemáticamente
demostrables, y no generalidades para sacar al país de la crisis que generaron
los mismos republicanos.
La historia personal de Romney
tiene mucha tela para cortar. Pero nadie puede asegurar que Obama se animará a
enrostrarle al hombre que aspira a reemplazarlo en la oficina Oval algunas de
las acusaciones más graves que pesan sobre él, como la de que amazó su
multimillonaria fortuna evadiendo impuestos en paraísos fiscales. Sus asesores
sostienen que el mandatario jamás puede permitirse un grado de agresividad como
el que mostró su vicepresidente, Joe Biden, durante el debate que sostuvo la
semana pasada con el candidato republicano al mismo puesto, Paul Ryan, un
verdadero mesiánico que sostiene que el derecho estadounidense provienen de
Dios y no de sus leyes. Obama, afirman, debe ser claro y preciso en sus
afirmaciones, debe arrinconar a su adversario con información incuestionable,
pero manteniendo su posición de presidente de todos los ciudadanos, incluido su
contrincante.
Pese a su triunfo en el debate
anterior, Romney también se prepara, sobre todo para no perder lo ganado: una
imagen menos acartonada e insensible ante las severas dificultades económicas
del país.
Sabe que su talón de Aquiles,
adonde le apuntará el presidente, es la falta de planes concretos. Todo lo que
han expuesto tanto él como Ryan son sus principios neoliberales a ultranza y la
ya famosa -por lo fracasada- “teoría del derrame”: reducir la carga impositiva
a los más ricos con la esperanza de que reinviertan y terminen beneficiando a
la clase media y a los sectores de menores recursos.
En este marco, los dos candidatos,
con sus virtudes y dificultades, saben que el debate de mañana es
particularmente diferente al que ya se celebró. Ya no será un periodista el que
les preguntará. En esta ocasión, serán interrogados por una asamblea ciudadana,
llamada “Town Hall Debate”, durante la que los asistentes harán las preguntas,
lo que implica una mayor incertidumbre y por ende dificulta la preparación.
Pero más allá de las dudas, el
tema que sin duda estará sobre el tablero será el de la situación económica, lo
que se hizo y se prevé hacer para salir de la crisis. Y allí ambos flaquean:
uno por incumplir sus promesas, en particular la de imponer una eficiente
regulación financiera para evitar que estafen a los ahorradores y hacer recaer
el peso de la crisis en los que ganaron con ella y no en los que perdieron, y
el otro por proponer planes con objetivos tan loables como imposibles de
concretar.
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