Islandia, el país que
dijo no a la divisa neoliberal de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas,
depositará el sábado su confianza en el Partido Progresista o el Partido de la
Independencia, miembros de la coalición de centro derecha que hace cinco años
llevó al país al borde del colapso.
Si se cumple el vaticinio unánime de las
encuestas, los socialdemócratas, con una mayoría legislativa absoluta de 34
sobre 63 bancas, perderán las elecciones pese a haber levantado parcialmente al
país de la debacle financiera heredada por el gobierno que aplicó a rajatabla
la receta económica de Milton Friedman, el gurú de los “Chicago boys”.
Los
pronósticos parecen injustos si se piensa que la primera ministra, Jóhanna
Sigurðardóttir, enfrentó las consecuencias de lo que se considera el
experimento más profundo de “liberalización”, eufemismo que se traduce como
desregulación y privatización.
Durante una década la banca se había
convertido en un centro especulativo que atraía capitales de todo el mundo -los
intereses llegaban hasta el 15% en una economía custodiada por “vikingos”,
según rezaba la publicidad- y daba préstamos a diestra y siniestra.
Los islandeses vivieron un jolgorio de
consumo. Compraron casas, autos y tecnología, hasta el punto que los activos
crediticios de los bancos multiplicaban por 10 el valor del PBI. Es decir,
mientras el país producía 100, se prestaba 1000.
Pero la fiesta terminó en el 2008, a la par
de la de Estados Unidos. La gran burbuja financiera estalló al quebrar los
grandes bancos comerciales, arruinando a decenas de miles de islandeses y
arrasando las inversiones foráneas que venían disfrutando de jugosos
dividendos.
En medio del mayor colapso bancario del mundo
en relación con el tamaño de la economía de Islandia, los socialdemócratas
impulsaron una política de doble filo ante una deuda externa de 50.000 millones
de euros -más del 80% del sector bancario- y un PBI de 8.500 millones.
Por un lado, respetaron, pero sólo en lo
formal, la exigencia popular manifestada en movilizaciones y referéndums de
negarse a cubrir las pérdidas sufridas por los ahorradores extranjeros.
Pero por el otro siguió paso a paso un plan
acordado con el FMI a cambio de un crédito por 1.500 millones de euros: reducir
los impuestos a las empresas y aumentarlos al ciudadano de a pie, y recortar
drásticamente el gasto público, sobre todo en sanidad, educación y
jubilaciones.
Si se tiene en cuenta el pozo donde habían
caído, los resultados no fueron tan magros. En el 2012 hubo un ligero
crecimiento económico (1,6%) y se redujo el desempleo de 10 a 5% y la inflación
de 15 a 5%. Pero todo suena a poco para un país que hasta el 2009 era
calificado por la ONU como el tercero más desarrollado, donde existía pleno
empleo y la inflación era tan baja que sólo interesaba a los economistas.
¿Dónde de falló Sigurðardóttir? “La deuda que
todavía tienen los islandeses y la amargura por las injusticias sociales
cometidas durante el manejo de la crisis es enorme", sostuvo Sigmundur
David Gunnlaugsson, el joven de 38 años favorito para reemplazarla con un
respaldo del 30% en las intenciones de voto.
Esos son, precisamente, los dos ejes de la
campaña de su partido, el Progresista. Mientras los socialdemócratas sólo
redujeron el endeudamiento hipotecario en un 3%, los neoliberales proponen
ahora condonar el 20% de las hipotecas vinculadas a la inflación, que suman el
90% de las contraídas antes de la crisis del 2008.
Si se tiene en cuenta que casi todos los
islandeses arrastran una deuda hipotecaria, que el 48% de casi 320.000
habitantes de la isla tienen problemas para llegar a fin de mes y que el 36% no
puede asumir gastos inesperados, es obvio que la iniciativa “progresista” cala
hondo en el electorado.
El costo de esta medida -1.200 millones de
euros- sería financiado por los inversores extranjeros, quienes gracias control
de capitales del gobierno (un “corralito”) no tienen más remedio que vender a
bajo precio sus participaciones si quieren recuperar algo de su dinero.
Esta sola idea enfervoriza a los islandeses,
quienes consideran a los bancos responsables de la ilusión financiera que
dilapidó su bienestar y no sienten culpa alguna por las pérdidas sufridas por
los capitales foráneos.
Si bien es cierto que ningún ciudadano sacó
una corona de su bolsillo para pagar el fraude bancario, el Estado inyectó un 20% del PBI para recapitalizarlos
y volverlos a privatizar, monto facturado a los islandeses vía aumento de
impuestos y recortes de los programas sociales.
Las autoridades tampoco satisficieron las
demandas de justicia. De los 250 casos de corrupción y fraude sólo se
impartieron sentencias efectivas contra tres personas. Y mucho menos
sancionaron la reclamada reforma de la Constitución, que establece la propiedad
púbica de los recursos naturales y fue aprobada por un referéndum.
Los socialdemócratas alegan que las
concesiones eran la única forma de salvar lo que quedaba del estado de
bienestar. Pero lo cierto es que con ellas lograron el respaldo del FMI y de
los grandes centros financieros, pero no convencieron a islandeses, quienes en
encuesta tras encuesta apuestan por un giro a la derecha neoliberal.
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